En este tengo diez años y ya son las vacaciones de verano. Mi mamá me había llevado al trabajo con ella, una escuela para discapacitados mentales en donde era maestra especial. Me causa gracia decir “maestra especial”. La mayoría de los pupilos de la escuela eran gente grande con un origen bastante marginal en algunos casos o muy marginal en otros casos. Había: paralíticos cerebrales, parapléjicos cerebrales, hombres y mujeres con síndrome de Down, psicóticos y psicóticas. Los psicóticos eran grandotes, entonces frenarlos durante los brotes implicaba, para las maestras, volver a sus casas con un ojo morado, un golpe en la cadera. Sebastián era uno de los corpulentos, Sebastián Torres, que tenía dieciocho y una psicosis paranoica muy fuerte a pesar de toda la medicación. Su frase favorita era “no me mirés/ qué me mirás”. Estaba obligado a comer con cuchara, sin tenedor, porque a lo largo de varias semanas las maestras y los médicos de la escuela habían empezado a notar un síntoma recurrente en todos los internos, una marquita de cuatro puntos alineados perfecto en la frente.
El lugar era muy grande: tenía una huerta, una pileta de natación, un taller de carpintería, uno de cocina, uno de cerámica, un comedor con treinta mesas largas y todos los platos y los vasos, todos de plástico. Estaba la cocina, grande y con azulejos verdes como son todas las cocinas hospitalarias. También un pabellón en donde se apilaban con demasiada cercanía entre sí las camas marineras en donde dormían los internos. Todo unido por pasillos muy anchos que en determinado tramo se hacían finitos y oscuros. Yo me mantenía todo el tiempo cerca de mi mamá porque creía que si me perdía ahí podían pasarme cosas malas, cosas difíciles de contar o cosas que tuvieran que ver con que los internos me tomaran de rehén. Algo así.
Pero cuando fui estaba contenta porque Mamá me había dicho que íbamos a hacer papel. El calor era lindo, no era un calor como el de ahora que no te deja respirar. El sol estaba muy fuerte, ideal para que el papel se secara rápido. Yo tenía puesta una minifalda estampada con flores rojas y azules, los tallos verdes hacían el entramado base del estampado. La pollerita tenía una fila de cinco o seis botones adelante, botones como los de los pantalones de jean, de metal opaco. Las piernas hinchadas por el ballet se caían por abajo de la pollera, parecían de mujer. También tenía una remera color cremita muy liviana, todo un conjunto que había elegido yo misma como regalo de navidad de mi tía, en un simulacro de la adultez.
Hacer papel reciclado es una actividad gratificante, uno hace algo lindo sin mayor esfuerzo, y al tercer papel que se fabrica ya se tiene determinada conciencia sobre el diseño, sobre los factores que hay que hacer intervenir para que los colores se distribuyan de una forma pensada, acá el verde, acá el azul, acá un aplique de cartulina. Además está toda la parte de manipular la pulpa, de meter las dos manos en una palangana para tocar el papel con agua pasado por la procesadora y verificar que no hay grumos, que las proporciones están bien. Mientras hacíamos eso bajo las instrucciones de mi mamá, pasaban varias cosas: había una pareja de internos que agarraba la pulpa con la mano y se la hacía comer al de al lado, manchándole el pantalón de jogging o la remera. Era un juego tierno, una pareja en la que se notaba el amor. Experimentación compartida. Se reían mucho viendo la boca del otro llena de pulpa de papel, se reían y al mismo tiempo babeaban un poco y el de la pulpa le limpiaba la baba al otro con el puño. Había otro que sólo hacía la actividad a cambio del cigarrillo que le había prometido Mamá para después, un hombre con síndrome de Down que tenía como cincuenta años y unos anteojos súper gruesos y con cinta scotch en el medio, como los de la Chilindrina o como los del doctor Chapatín. También había una chica muy tetona vestida íntegramente de rosa que no hacía nada salvo mirar el sol. Yo charlaba con Sebastián sobre la navidad, los regalos que yo había recibido de mi familia y que él había recibido de Alderete, que era el que en ese momento manejaba el PAMI y había enviado camiones de plástico y muñecas, seguramente pensando que la escuela era de chicos o que los internos se divertían haciendo las mismas cosas que los chicos hacen.
-- ¡Ah!, y también esta pollera, ¿ves?, y esta remera
-- La remera no me gusta pero la pollera sí, tiene cosas
-- Son flores, nene. No son cosas, son flo-res
-- ¿Sí? ¿A ver?
-- Mirá, son rojas y azules-- Sebastián pasó el índice por el contorno del dibujo de una flor que estaba en mi pierna derecha, como dibujando.
-- Ajap. Mi camión es más cope que tu pollera
-- Mi remera es mucho más linda que la tuya. La tuya está toda sucia
-- Qué me mirás
-- No te estoy mirando
-- Mirta, tu hija me está mirando
--Victoria, no lo mires a Sebastián – dijo mi mamá, guiñándome el ojo izquierdo.
Estuvimos una hora y media haciendo el papel y lo pusimos a secar colgado de una soga de plástico, al sol. Después mi mamá fue a su gabinete a trabajar con algunos chicos usando la computadora, que era una adquisición reciente de la escuela, y yo me quedé afuera jugando en una trepadora gigante y muy linda, de madera, que tenía también un tobogán y una rampa con apliques de los que había que agarrarse para trepar hasta el tope del juego y desde ahí tirarse por el tobogán, que era más ancho que los normales al punto de que podían tirarse cuatro o cinco chicos a la vez, sin chocarse. Pero como en la escuela casi no había chicos, lo tenía todo entero para mí. Eran las tres de la tarde, la mayoría de los internos estaban durmiendo la siesta y el silencio ocupaba todo el parque, que era una manzana entera. Yo había estado jugando un rato largo así que paré un poco a descansar. Fui haciendo salticado hasta a una canilla que salía del piso pero que tenía más o menos mi altura, para mojarme el pelo y tomar agua. Como lo tenía re largo, hasta la cintura, puse la cabeza hacia abajo y me agaché. Después tiré todo el pelo hacia atrás, se me mojó la remera, me chorreó el agua por las piernas y me llegó hasta las zapatillas. Sin mucho cuidado puse las manos como formando un cuenco y junté agua ahí. Después me llevé las manos a la cara y mientras recuperaba la visión (me había entrado agua en los ojos y eso me había nublado un poco la vista, las formas de las cosas) vi a una persona que movía la mano lejos, a cincuenta metros de donde yo estaba. Era Sebastián, me llamaba desde el otro lado del alambrado de la huerta. Caminé hasta ahí y el pelo me seguía chorreando, ahora no sólo en la espalda sino también en los hombros, el pecho. Él estaba sentado en una silla a las sombra y en la cara tenía gotitas de transpiración.
-- ¿Te mojaste por el calor? – Hablaba entrecortado y respiraba fuerte, haciendo ruido como si recién terminara de correr.
-- Sí. Vos estás transpirado
-- No me mirés
-- No te miro
Nos miramos durante cuarenta y cinco segundos en silencio. Me hizo una seña con la mano para que me acercara, para que diera la vuelta y pasara al otro lado del alambrado. El aire no me corría del pecho a la garganta y no pude contestar.
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3 comments:
esta bueno!! pero parece escrito por un nene de 9 años.
No parece escrito por un nene de nueve años; parece escrito por Cecilia Pavón, hace nueve años, durante el período heroico de Belleza y Felicidad. Nuestra autora es casi una tradicionalista.
No se por qué, pero a partir de cierto momento leía cada vez más rápido.
Esperaba algo no menos que una horrorosa catástrofe.
Lo no dicho, al final, me desconcertó un poco, pero al leerlo varias veces encontre una insinuación me dio el espacio para ver el horror (o inventarlo, no sé)
En resumen
¡Me encantó!
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